Pasados cuatro meses y medio sin ver el mar ni casi la calle, llega el momento de tratar de salir de la jungla de asfalto, la de cualquier ciudad enorme. Y en este caso alquilar un coche, tramitar el permiso de viaje, hacer las pruebas de salud respectivas, y con máscara y desinfección del auto salir por fin.
Conduciendo, con GPS descargado, los seres que más me
importan en el mundo en el asiento de atrás, sin conocer a dónde vamos porque
hasta el momento no hemos tenido la suerte de salir hacia esta zona, lloviendo
a cántaros (época de tifones) y con obras en la vía, siento la responsabilidad
y la libertad juntas. Esa sensación la pienso, e inmediatamente se me coloca
con sus mariposas en el estómago, para finalmente, tras curvas y curvas de
montaña, llegar. Y pienso cómo puedo tener tanta suerte.
Pero el privilegio es el de poder salir de la rutina
por una semana para cuidarse la salud en todos los sentidos. Y no es para todo el mundo. Quizá sí para el vecindario de mi la cara burbuja en la que vivimos, quizá si para algunas personas con las que
he crecido, pero no para todas. Y esto, dicho con la
cabeza baja, sin ánimo de parecer paternalista, pero con sensación de
privilegio mezclada a la de libertad y responsabilidad.
San Felipe. Así se llama el pueblo de la zona de Zambales que nos ha acogido por una semana con sonrisas, como todo lugar que hemos
pisado en Filipinas. Con sus dos caras: la bonita naturaleza, el mar y la
montaña que le rodean, y la dura vida del campo que se atisba viendo pasear a
sus gentes. Dura y bella al mismo tiempo.
De camino, una buena autopista plagada de
campos de arroz, seguida por un lado verde y otro azul, a continuación mercados,
triciclos, check-points de esta enfermedad llamada COVID-19, muebles de madera
maciza y barcas para traer el pescado. A la llegada una buena casa, de las
pocas con agua corriente, luz y aire acondicionado todo el tiempo. Contraste de mansiones que tienen eso y más con casas sin nada. La nuestra, un airbnb con
dueño que vive en EEUU, que por casualidad está allí durante sus
vacaciones y nos muestra lo poco que se puede hacer en cuarentena: nadar. Y un
ayudante del dueño que hace que esos días no los olvidemos. Salamat, kuya!
La gata, encantada con una gatito callejero,
despellejado, blanco en contraste a ella, que se come las sobras de nuestros
gambones al ajillo. Mila durmiendo a las 6 de la tarde, reventada de tanto sol y
mar. Y el resto de la familia descansando el espíritu. Y el travel pass para vuelta, tramitado y en el bolso.
Poco más hay para comer de vuelta por el
camino que un McDo rápidamente en el coche, ya que la peque no pueden salir a
restaurantes por los requisitos de la cuarentena, pero el segundo viaje se hace cómodo y con más sonrisas. Y de nuevo al confinamiento de la capital, por siempre de momento, hasta que se nos
comunique lo contrario.
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